Hugo Hiriart: narrador, dramaturgo, ensayista. Un alquimista excepcional del teatro mexicano.
Ha dinamitado las convenciones para crear una obra única, en la que el género policiaco convive con la enciclopedia y el teatro de títeres con la mitología. Su apuesta por la imaginación ha logrado algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.
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Por : Verónica Bujeiro
Para remitir a la naturaleza lúdica del evento escénico es casi un lugar común mencionar que en el idioma inglés play significa juego y también obra teatral, pero a decir verdad son muy pocos los creadores que realmente lo entienden y practican a cabalidad. Hugo Hiriart resulta un eminente ejemplo de ello dentro de la escena mexicana, ya que en su calidad de dramaturgo y director de escena su imaginación sorprendente, erudita y transgresora representa un caso extraño dentro de un panorama que se aferra en su temática y estética a la tragedia imperecedera de la realidad nacional. Como lo expresa el dramaturgo y director Flavio González Mello:
El suyo es un teatro de las ideas y la imaginación, más relacionado con la filosofía y con la novela de aventuras que con los dramas realistas que marcaron a su generación. Sus obras abrieron para muchos de nosotros la posibilidad de una teatralidad diferente, donde las imágenes y las palabras coexisten para construir mundos escénicos novedosos, delirantes y muy divertidos. Si tuviera que reducir su teatro a una palabra, esta sería “juego”: un juego que inicia en la página pero se prolonga en la divertida manera de montar en escena sus propios textos.
Con una carrera previa en la filosofía, el periodismo, la narrativa y el ensayo, Hiriart llega al teatro con la curiosidad de materializar su sagaz imaginario en el complicado y fascinante embate de la representación escénica asumiendo la dirección de sus obras como un modo de manipular de cerca el delicado mecanismo que las compone, pero también para hacerse de cómplices creativos que pudiesen estar a la par de sus provocaciones lúdicas y creativas. Este es el caso del escenógrafo Alejandro Luna, con quien fraguó una relación creativa que daría lugar a puestas en escena memorables como el drama cómico de Minotastasio y su familia, que incluyó la participación de actrices del legendario grupo Sombras Blancas y que se convirtió en un hito para el teatro mexicano del siglo XX al abordar en un sorprendente juego de proporciones espaciales, títeres y máscaras la ardua convivencia de los habitantes del laberinto de Creta con la mítica figura para la cual fue construido.
Ese carácter lúdico que distingue la obra dramática de Hiriart, derivado de esas tardes de infancia en las que el autor elucubraba historias para un batallón de soldados de juguete, presenta una fabulación que se construye a través de las motivaciones y deseos de sus personajes, una galería de extravagantes individuos compuestos en partes iguales por la cultura popular mexicana, referentes literarios universales que se nutren de la alusión bíblica, la novela de caballerías, el Siglo de Oro español, las novelas de aventuras y ciencia ficción y que más allá de seguir una trama rigurosamente aristotélica se regodean en el goce del contar historias como un ímpetu vital de la condición humana.
Otra característica que lo separa del resto es la elección estética y formal del uso del títere como instrumento y vehículo del drama, una tradición erróneamente infantilizada y denostada en nuestro país y a la que Hiriart apela como esa zona creativa que hace posible la transgresión y la magia, ya que dentro de un teatrino es factible contener el universo entero y jugar con sus reglas invirtiendo la lógica y el orden natural, elementos que el autor utiliza a su favor provocando un aura festiva y anárquica en la que caben la digresión filosófica y la crítica social, pero también la compasión humana. En El tablero de las pasiones de juguete, una de las obras más reconocidas del autor, el director y titiritero Pablo Cueto ubica uno de los grandes planteamientos del teatro contemporáneo de títeres al presentar el contrato de Faustina a Mefistófeles por la venta de su alma a cambio de la posesión del alma de su cónyuge Protesilao (el primer muerto en la batalla de Troya) en el cuerpo de un muñeco para consumar su noche de bodas, como una escena que pone de manifiesto la simbiosis que hace posible la vida del muñeco inerte a través del ánima del actor. Bajo esta dinámica, el director y actor Emmanuel Márquez afirma que “…actuar en las obras de Hugo Hiriart es lo más difícil que hay para un comediante, pues siempre hay que competir con un muñeco y, como sabemos, los títeres son malvados, pícaros”. Una referencia que bien podría aplicarse a la vileza memorable de La repugnante historia de Clotario Demoniax, cuyo protagonista está inspirado en los títeres de cachiporra de la tradición inglesa, también conocidos como Punch y Judy.
La producción de una obra teatral representó para Hiriart un proceso integral en el que un colaborador cercano como Cueto reconoce la fascinación del autor por los mecanismos, las escenografías, los juguetes escénicos, y en donde la realización de la escritura y el montaje se iban dando a la par de la construcción de los artefactos y la convivencia con los histriones, a quienes frecuentemente convertía bajo su aguda observación en personajes y que en ocasiones bromeaba con reemplazar por completo con muñecos animados por maquinarias fantásticas o tramoyistas bien entrenados. A lo largo de su exitosa carrera en los escenarios en la década de los ochenta, Hiriart conoció la desazón de construir castillos en el aire para luego verlos fugarse en el tiempo de la representación y bajo el cansancio natural que conlleva la empresa teatral con sus conflictos de producción, caprichos actorales y hasta la crítica; eventualmente delegó sus puestas en escena a directores con los que sentía una afinidad artística como Cueto, Márquez y Antonio Castro, quienes de tanto en tanto mantienen vivo su legado en la escena. Si bien el autor de Galaor considera de cierta inutilidad los libretos fuera del montaje, sus textos dramáticos perviven por fortuna para dar cuenta de su enorme valor literario y de alguna manera invocan aquellos míticos montajes cuyo asombro fue palpable para una generación de creadores que los consideró determinantes en su vocación teatral. La ausencia de su imaginario en los escenarios nacionales resulta una auténtica tragedia, pues el universo inigualable de Hiriart reivindica la imaginación como un recurso vital y crítico para lidiar con los conflictos de la realidad. Asimismo no es de extrañar que dentro de su vasta obra se sobrepasen los límites entre géneros como lo hizo Ámbar, que gracias a su naturaleza híbrida contó con versiones teatral, cinematográfica y narrativa, ya que apelaba al estilo denominado por Lope de Vega como acción en prosa, misma que el autor continuó explorando en producciones recientes como la novela El águila y el gusano, cuya forma segmentada en diálogos y escenas se apetece para que encuentre su versión escénica.
Quien ha tenido la fortuna de ver sus obras en vivo sabe que las creaciones de Hugo Hiriart tienen la gracia de terminar aparentemente con el cierre del telón, pero invitan a seguir fabulando en nuestras cabezas con el recuerdo de su enorme gracia e ingenio. Haydeé Boetto, quien ha actuado en sus montajes y es una presencia cercana para el autor, resume su experiencia con cariño y admiración:
Entrar a su juego es encontrar llaves y puertas, abrir y cerrar, recorrer caminos, viajar y regresar. Y al final de este viaje, en el núcleo del juego, descubrir también a los muchos “Hugos”, artífices de este milagro. Novelista, dramaturgo, filósofo, director, amante de los títeres y los objetos, creador de mecanismos y miniaturas, viajero, maestro e inventor. Un niño, un mago, un genio… Los que hemos tenido la suerte de jugar con él, sabemos de su esencia sencilla y generosa; y sabemos también que su espíritu gigante puede encontrarse en una pequeña caja china, una caja discreta y voladora que encierra en su centro el corazón de la humanidad. ~